El juego de azar observa al principiante. Si manipula bien las cartas puede ganar un fiel seguidor para siempre, un siervo, un esclavo. El juego es magnánimo y seductor con el principiante, otorgándole premios cautivadores, haciéndole creer que es un elegido, que la fortuna está de su parte. Y el principiante empieza a bajar la guardia, a sentirse a gusto con el albur, a pensar que es más listo que el resto de jugadores, alguien especial en el espacio sideral. El principiante pronto deja atrás los principios y se adentra en un mundo oscuro que piensa va a desentrañar. El jugador se acuerda de la inocencia de sus primeras jugadas, cuando apostaba por diversión; ahora está enganchado a no sabe qué, solo sabe que no se divierte, que pierde mucho más de lo que gana y que no le importa el resultado sino el hecho de apostar, de jugar, de servir como un sicario de hojalata a la destrucción del alma. Su mente no se aquieta fuera del juego, corretea dispersa, apenas puede hacer otra cosa con sentido que no sea jugar. El juego es sedante, adormece el dolor inoculándole un virus que a la larga será devastador. Lo sabe, pero no basta saber. <<Ya es tarde para rendirse>>, piensa. Ahora hay que apostar más fuerte, a todo o nada.
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