Muerta la esposa amada, el conde viudo decide pagar un réquiem al maestro y hacerlo pasar por suyo. Cree que la música no tiene propiedad intelectual, sino espiritual. Envía, no obstante, a un mensajero con los bolsillos llenos. Ya se sabe que el dinero disipa el horizonte del artista permitiéndole centrarse en escuchar a las musas. Pero el réquiem llama a la muerte, en este caso a la del autor. La muerte es siempre obra inacabada. Mi tía abuela no tuvo un réquiem con coros ni violines. No pudimos contactar con Wolfgang, estaba en el Olimpo enardeciendo a los dioses. La música es rigor estético, geometría, álgebra, arquitectura y materia oscura. Herbert von Karajan o Leonard Bernstein hacen aspavientos frente a los músicos que reciben por el aire lo intangible y lo trasladan a sus violas, fagotes, trompetas, trombones, timbales, contrabajos... con la exactitud de quien sabe que la belleza no se improvisa. Y las voces, ese instrumento humano que rasga el velo más apelmazado, ponen letra acunada al producto final que detiene el tiempo y entierra al ser querido para siempre con una mortaja impoluta. A mi tía abuela no la enterramos, la incineramos, es más barato. Las cenizas ocupan menos sitio. La muerte es dejar sitio. Amén.
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