No es que me falle la memoria, es que el mundo no deja posos. Ha optado por cantidad en vez de calidad, ha optado por abarcar y no por profundizar, ha optado por la expansión en vez de la consolidación. La lucidez es estudiar y desaprender para poder seguir estudiando desde diferentes puestos al rececho del paso de la torcaz. El lúcido tiene memoria y prescinde de ella para librarse de prejuicios a la hora de cazar la realidad. Qué mayor privilegio que ser parroquiano habitual de un bar con librería. Entre las mesas ya sin niebla, beber y discutir sobre párrafos extraídos al azar de un libro que apenas ha salido a tomar el sol. El lector baña de presente el olvido del autor, que ya está a otras cosas cuando el libro separa las copas y une a los bebedores. Se echan en falta a esos tertulianos sin prisa, a quienes no les suena el móvil y las manecillas del reloj no les transportan a otros sitios. Los tertulianos que saben que es ahora y aquí donde el mundo se la juega, donde la memoria ha de echar raíces, donde está la vida y su muerte ratificándola. Dos pensadores que se comunican, dos copas que se apuran, un libro que sirve de excusa, una memoria que será descrita de dos formas diferentes mañana por la mañana con la resaca en la cabeza y el corazón satisfecho. Un mediodía silencioso que espera la llegada de la tarde última para volver a encontrarse en ese bar con librería.
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