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Foto del escritorLuis Amezaga

La danza del espacio infinito -211



He visto la muerte en el semblante del amigo. Su cuerpo con ganas de no seguir resistiendo, su alma desorientada, confusa, en busca de nuevo asiento donde establecerse. Los hospitales no son lugares apropiados para llevar a cabo la transición con la solemnidad que merece. Las pruebas y los tratamientos están pensados para retener al que se va. El personal médico es de una amabilidad tan dependiente del sueldo que suena falso, mecánico y artificial. Es un milagro que la tristeza no haga estragos por los pasillos atestados de una actividad en cadena. El horario estricto de monasterio es lo único que salva a los hospitales de caer en el caos nihilista. Al final de un intrincado proceso de intento de cura, llega la sedación definitiva. Un arma eficaz para el cuerpo, pero solo las almas muy avisadas pueden moverse con pericia en ese submundo caliginoso. Solemos usar las segundas oportunidades para reincidir en el error con mayor maestría. Los que han tenido experiencias cercanas a la muerte dan señales, en un principio, de que nunca volverán a la rueda del infortunio. Amagos bienintencionados. Lo atemporal es el programa que borra los datos "inútiles" de nuestro disco duro. Regresamos a la rueda que nos esclaviza con la aquiescencia renovada. El amigo se sienta a cenar. Le han puesto delante una bandeja de plástico con una ración de borraja al ajillo. El pescado espera con una tira de pimiento por encima. Me despido. El camino desde su cama de hospital hasta la puerta de la habitación 485 se me hace eterno. Algo me dice que no volveré a verlo. Ya en los ascensores noto frustración porque no he dicho nada que pueda serle de utilidad en la experiencia que se le avecina. Hemos hablado de las obras que hay en el barrio, de fútbol, de los amigos comunes, de la prima Eleonora, de la huerta.

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