No se muere uno de neumonía, de infarto o de cáncer. Se muere de abandonar y de ser abandonado por cosas, personas y situaciones. No conocemos el vacío, sí el hastío. No son estados comparables. El hastío pudre la fruta más verde. El hastío rompe diques, pervierte el pensamiento sin acomodo y dinamita la paz. El hastío junta extraños compañeros de cama. Desde hace unas semanas piensa mucho en la muerte porque unos repentinos mareos le abordan en cualquier momento y lugar. No va al médico. Cree que alargar la vida de manera artificial es innecesario. La medicina es pretenciosa, se atribuye sólo las curaciones. Los milagros no tienen autor. Los milagros son caricias entre dios y el enfermo, entre la vida y sus manifestaciones, un pacto privado de promesas y gracias. Ayer, uno de los mareos le hizo caer en el pasillo. Estaba solo. Siempre ha estado solo. Otros tienen miedo a que la muerte les encuentre solos. A él, por el contrario, le da vergüenza que le vean morir, igual que si le vieran cagarse encima. Incluso más. Nunca ha pedido nada a nadie. Pero en su fuero interno sí pide una muerte solitaria, en silencio, limpia, y consciente. Es mucho pedir y lo sabe. El que pide aún espera algo. El que espera aún no está preparado para morir.
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