No es natural que la mente pasajera ponga tanta resistencia a la experiencia iluminada del propietario de la casa. Pero así es. Lucha como jabata para no verse arrastrada hacia una realidad que teme por ignorancia. Se opone a abandonar el sistema de funcionamiento heredado por generaciones pasadas y perfeccionado por ella misma. Un sistema al cual el mundo da su bendición y premia con efímero, pero eficaz malestar. Cuando el propietario, atraído por esa experiencia luminosa que le es connatural, desoye los muchos requerimientos de la mente, ésta se enfurruña, se enquista, despoja la casa de toda comodidad para hacer imposible el asiento en ella, la deteriora y la hunde de valor. La mente se retuerce, duele, se queja, inventa males, se oscurece, se estrecha, genera inquietud, pesadumbre, miedos y torpezas que urgen al pronto remedio o amenazan con desembocar en locura. Solo un propietario avezado — por sus muchos fracasos anteriores en el trato de situaciones semejantes —, sabe cómo lidiar con ella. El propietario experimentado sonríe ante la pataleta de la mente, respira con calma, aguanta el tirón y deja que pase el berrinche, porque al contrario de los propietarios novatos, sabe que se pasa. Los monjes del monasterio Shaolin disciplinan sus cuerpos y sus mentes todos los días sin excepción, sin descanso. Y además rezan, por si acaso. No es fácil en estos tiempos que el propietario se empodere en su propia casa. Pero menos fácil es ser un esclavo para todas las vidas.
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