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Foto del escritorLuis Amezaga

La danza del espacio infinito -165



En el período de convalecencia - que va desde hoy hasta el final de sus días -, aún sabía que la emulsión pantanosa de su cerebro podía volver a postrarlo como una marioneta a la que sueltan los hilos. Había dejado de manejar el concepto temporal de esperanza. Vivía cada momento con atención, sin pedir ni esperar más. Pero en un rápido diagnóstico a su alma sí que llegó a la idea de que necesitaba tener suerte, que las cosas le fueran bien, que necesitaba alegría, necesitaba sonreír con naturalidad, necesitaba no estar en lucha, necesitaba paz, necesitaba ayuda, necesitaba perdonarse, necesitaba valorar, necesitaba servir, necesitaba no tener miedo, necesitaba no molestar más a dios con sus súplicas y moverse con equilibrio, necesitaba responder a la pregunta de Jorge Wagensberg de si es el azar un producto de nuestra ignorancia o un derecho intrínseco de la naturaleza. Por qué, si fue comedido en la felicidad, evitando llegar al extremo y evitando acostumbrarse a ella, el sufrimiento decidió instalarse en su corazón, sin medida, de forma destructora hasta la desesperación. El infierno es un síntoma. Aceptó el síntoma y recuperó el equilibrio. Se rindió y siguió respirando. Llegó a sí mismo después de dar mil vueltas y supo que no podía ser otra cosa de lo que ya era. Supo que debía usar su mente para relacionarse con los demás, con el mundo que le rodeaba, pero era conveniente no hacerle caso en su relación consigo mismo. La mente es una herramienta social, no una verdad que valga para uno mismo. Ahí solo el silencio reina como en casa.

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