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Foto del escritorLuis Amezaga

La danza del espacio infinito -157



Supera cada vez más fácilmente el umbral de estrés. En cuanto sale de su rutina de silencio, contemplación, trabajo, lectura, paseo y escritura, se dispara en él una agotadora guerra sin cuartel. El mundo y sus ritmos son antinaturales. Sus anhelos, desmesurados y voraces. Sus objetivos no son los suyos. Pero vivir sin vivir en él provoca también una tensión que descoyunta la mente y el cuerpo. Concentrarse es un descanso, pero el mundo exige diversificación, disolución, saltos, giros, piruetas, atender sin entender, servir sin saber a quién. El alcohólico se levanta al mediodía como si fuera de madrugada, con la lengua rasposa y un frío cortante que le recorre desde el paladar hasta el colón. Su cuerpo le pide a gritos que eche leña a la chimenea si no quiere morir entre temblores en pleno Julio. El alcohólico consigue convertir el vino en la sangre de un cristo. Pero su fe no le sirve para sufrirse con paciencia. Y bebe hasta que no es él quien vive. A última hora de la tarde acude a una reunión de A.A. No habla de lo suyo. No ha dejado de beber ni un solo día. Qué podría decir. Pero acude a escuchar, a ver cómo los otros se confiesan con la esperanza de que en la confesión esté la salvación. Él llegó a la bebida después de haberlo probado todo, no por error, no por desesperación. Por probar algo irracional. Y funcionó. Bueno, a medias. El cuerpo no aguanta estar borracho las 24 horas. Escucha a los compañeros alcohólicos. Y piensa que él es mucho más bebedor, pues no añora ninguna vida pasada ni aspira a ninguna venidera, al menos como ellos las plantean. El quiere levantar un altar de botellas vacías.

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