El alarido de los ceniceros que hibernan en cajones olvidados, el baile guasón del condón caducado que no encontraste en su momento por las prisas de la concupiscencia, el berrido del bebé que es sirena de fábrica a la hora de empezar el turno, el grupo de mensajería digital al que te apuntaron y cuya actividad frenética amenaza con ingresarte en un sanatorio, el helicóptero que da vueltas por encima de tu edificio como si fueran a realizar una operación especial en la carnicería de abajo, las risotadas en la calle de adolescentes a quienes han dado vacaciones de verano sin valorar las fatales consecuencias, el bullicio anárquico de los remordimientos, el chapoteo de la introspección, las arcadas de las celebraciones sociales, la batidora que aspira a ser tornado que acabe con la nación, la lavadora que mueve el suelo que pisa, los pájaros que pían improperios malsonantes, el ascensor que sube y baja por tu cerebro como una copa de vino tempranera, las alertas de Bolsa que anuncian venta por pérdidas, la sartén y sus bailes regionales de aceite y agua, los perros que ladran a su destino de mascotas, los africanos del bar de enfrente, que aunque ellos creen estar susurrando, ponen en evidencia la inestabilidad de la lámpara de la salita. El ruido es tortura cuando son otros quienes lo producen. El ruido incita a la violencia, a las reacciones inesperadas, a los suicidios, a los ataques epilépticos, a depresiones, estrés y miedo. El ruido es de este mundo, sólo de este mundo. Por eso creo en el más allá.
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