Las arañas toman las esquinas. Son las putas del reino animal invertebrado. El vecino de abajo está tirando paredes, suelos, techos, puertas..., matando arañas. Se va a construir una casa nueva en el mismo hueco que posee en este edificio setentón. El ruido de obra perjudica seriamente la salud y escupo sobre el teclado escritura con rabia. Mis vecinos tienen dinero y eso se nota en las reuniones del portal. Claro que no hay envidia sana, ni enfermo al que no se le vayan los ojos hacia la ventana en busca de una salida. El fuego no enciende de literatura, quema por igual un libro de Julio Cortázar que uno de autoayuda o de ayuda para manejar autos. El fuego es otra opción siempre a mano para los desesperados. Lo malo del fuego es que se sabe dónde empieza pero no dónde acaba. Más o menos como este párrafo. La literatura no ayuda a vivir, ayuda si acaso a sortear la vida. La literatura es acariciada por el preso en su camastro, recitada por el melancólico durante los lunes premonitorios, apreciada por los coleccionistas de experiencias en quietud, elevada a ciencia por quienes ven matemáticas en las palabras, leída y escrita por quienes no caben en las dimensiones establecidas. La obra de albañilería me perfora los oídos, hace tambalear el escritorio, rompe mi equilibrio con las cosas. Una araña se descuelga del techo en parapente, se queda balanceando a la altura de mis ojos, nos miramos como si compartiéramos un destino fatal.
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