Me duelen las articulaciones, me cansa el movimiento, me atrae el estatismo perenne que aboca a una realidad de purgatorio. Noto cómo crecen las uñas y el pelo, cómo se agolpan los glóbulos rojos en las entradas de la autopista, cómo el sudor barniza la piel con la sutileza de quien espera que resbales y te mates. Vuelvo un momento al purgatorio, el peor sitio del universo. Al menos en el infierno te puedes relajar y dejar ir. Mi sueño se puebla de personajes desafinados en una filmación trepidante y surrealista. Son tan bulliciosos mis sueños que no puedo seguir durmiendo. Me incorporo, me coloco unos cascos y escucho la armónica de un joven Bob Dylan, pero qué digo, Dylan nunca fue joven. Son las tres de la madrugada, la cama ha sido bombardeada y es el sitio menos confortable del planeta. Se me caen las gafas cuando iba a pedirles en matrimonio. Fuera suena la tormenta que viene o se va. Cuento los segundos entre el rayo y el trueno que juegan al pilla pilla. Sin drogas, la realidad no es para mí ni para nadie. En las aldeas, si preguntas por un camello, te presentan a un señor cheposo.
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