En otra vida, en la exultante Roma, acudió un antepasado mío como espectador al Anfiteatro Flavio, después llamado Coliseo, a ver al esclavo Sirio que por primera vez fue lanzado a la arena con apenas catorce años para ser carne y sangre del fragor de las masas. Pero dio la sorpresa y salió vivo del envite. Mi antepasado se hizo seguidor de aquel muchacho que dio tardes de gloria al espectáculo de la vida y la muerte sobre la arena. Presenció sus 34 combates. Ganó 21 de ellos, empató nueve, y tuvo que pedir clemencia para seguir vivo en cuatro de ellos. Flamma, que así se llamaba el muchacho, entrenaba nueve horas diarias, seis días a la semana, para manejar con maestría las armas, adquirir destreza física, obtener entereza mental, aprender a matar y morir delante del público necesitado de épica, de honor, de héroes, pero también de sangre derramada que no fuera la suya. Flamma ganó dinero, prestigio y honra como luchador. Cuando él formaba parte del cartel, la ciudad se paralizaba. Cuatro veces le concedieron el rudis, la espada de madera, que implicaba liberarse de ataduras y la consecución de la ciudadanía romana para vivir en libertad como mejor estimase. Flamma renunció las cuatro veces a esa distinción. Él era querido por ser gladiador y a eso se dedicó hasta los treinta años. Su final dio paso a la leyenda. Unos dicen que murió, otros que vivió hasta la vejez con su familia lejos de los focos que no existían. Los gladiadores, antes de los combates, disfrutaban de suculentos banquetes y de la compañía de mujeres hermosas. El premio venía anticipado, por si acaso dejaba de haber luz al final del corredor de la muerte. Algunos de los mejores gladiadores luchaban apenas tres o cuatro veces al año y ganaban más dinero que un legionario romano en batallas durante un año. Pero a la hora de la consideración social no eran más que una prostituta, y su testimonio en un juicio no era considerado válido. Luego llegaron los cristianos. Por la costumbre que tenían de generar revueltas y levantamientos, los tiraron a la arena a morir sin ninguna opción. La noble batalla de hombres fornidos y entrenados, en ocasiones se convertía en una encerrona sórdida. La moral cristiana luchó contra esa lucha lúdica a muerte, contra el morbo de las masas. Hasta que lo prohibieron. Los gobernantes de todas las épocas lo son porque prohíben cosas. Hoy quieren prohibir la tauromaquia o desprestigiar el boxeo. Si mi antepasado levantara la cabeza...
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