Cómo pueden criticar al boxeo, a la dulce ciencia de los moratones. No lo entiendo. Qué más se le puede pedir a la evolución que circunscribir y reglar la violencia entre dieciséis cuerdas y un árbitro que ampare la rectitud en el hacer de ambos púgiles. ¿No quieren que el ser humano sea violento? No les gusta entonces su naturaleza. En la tercera fila, una espectadora enardecida por la piel sudorosa de los contendientes, por sus músculos definidos para la acción, se hurga entre los pliegues íntimos en busca de un desahogo. El sexo, la violencia, la muerte, son la salsa picante de cualquier proyecto vital con sentido. El amor y la felicidad son la segunda vivienda, donde se va a descansar. La mujer de la tercera fila es una mística de lo profano, una amante de los dioses caídos. Acude a los combates sola y vuelve a casa acompañada. Ese es su plan para la velada de los viernes. El resto de la semana trabaja poniendo cara de palo en las reuniones de la empresa de logística para la que trabaja como gerente. El boxeo es su placer inconfesado, su necesidad de bajar al instinto para satisfacer la sed. No quiere discutir de ética, sólo quiere ser mujer a su manera, si se lo permiten.
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