Sujeto a las cuerdas como un espantajo, con la cara avolcanada, la guardia baja, los calzones caídos, la mirada drogada, los pies sin ritmo para bailar, espera el definitivo golpe que le rompa por dentro. Por fuera ya no siente el dolor, está entumecido. El próximo golpe, nada más hay en su agenda. Recibir el castigo que cree merecer, que necesita recibir para saldar deudas de las que su contrincante es ajeno. Un golpe que no llega. El púgil que va a ganar por nocaut no se decide. La compasión consiste en rematar el combate lo más rápido posible, pero no termina de ejecutarlo, se le queda mirando perplejo, como intuyendo una anomalía. Desde los dos rincones le gritan que acabe ya, que no alargue el suplicio. Se abraza a él, le susurra al oído que le pegue una vez, que ponga algo de resistencia o la gente se sentirá estafada. Él también se sentirá defraudado. Necesita recibir un golpe para no parecer un abusón de escuela; aunque sea uno flojo en el costado, un signo de arrojo por su parte, algo que le permita responder con el golpe final para hacerle caer de las cuerdas como higo maduro. Desde un submundo inconsciente él perdedor parece entender lo que le pide su rival, y levanta un guante hasta la cintura. El golpe que asesta es mortecino sobre la zona lumbar izquierda. Del mismo esfuerzo realizado en el movimiento, se desestabiliza y cae ante la impotencia del púgil vencedor, que se queda sin lanzar el esperado puñetazo para los flashes. Fin del combate. No hay gloria para nadie en la fatalidad.
top of page
Publicar: Blog2_Post
bottom of page
Comments