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  • Foto del escritorLuis Amezaga

El zumbido del que subyace-13



El personaje más célebre de la época, reconocido por su sabiduría y caridad, te ha girado una invitación personal para que acudas a la cena que se organiza en su honor en el mejor hotel de la ciudad. A ti, te ha invitado a ti, que andas enredado en historias de arrabal. No lo entiendes, pero no vas a desaprovechar la oportunidad de conocerle, puesto que, como muchos otros, tú también lo admiras. Desestimas la opción de alquilar un chaqué o un traje de etiqueta. Aunque la cena sea de alto postín, tú estarías ridículo con una vestimenta que nunca te has puesto ni va con tu modo de vida. Así que echas mano del reducido fondo de armario y eliges tu mejor pantalón, tu mejor camisa, tu chaqueta más elegante y tus zapatos más nuevos. Planchas tu ropa con esmero y te vistes delante del espejo. Te diriges a la cena con tiempo de sobra, palpando la invitación en el bolsillo de la chaqueta. Quieres llegar pronto para pasar desapercibido. Pero por el camino te encuentras con un viejo amigo que te insiste en tomar un vino para poneros al día. Accedes por educación y porque aún tienes tiempo. Un vino se convierte en media docena. El último, como ya estás medio cuezo, se te cae encima manchándote la chaqueta y la camisa. Te embarga un gran disgusto, un sentimiento de pena por ti mismo, pues has sido incapaz de permanecer limpio y firme en tu camino hacia esa importante cena. Te despides del amigo, sales a la calle y unos metros más adelante una prostituta te ofrece sus servicios. Dices que por qué no, de perdidos.... La profesional apenas utiliza sus artes y te vienes encima, dejando una evidente mancha en el pantalón. Al alejarte de allí metes los pies en un charco. ¿Qué ha pasado? Dónde vas así, con la ropa y los zapatos de un astroso. Te sientas en un banco desconchado de la plaza que está frente al hotel. Piensas en no acudir a la cena, no tienes derecho a presentarte de esa guisa, qué pensaría el homenajeado. Pero si no vas, perderás la ocasión única de conocerle. Te tragas los últimos vestigios que quedan en ti de orgullo y de dignidad, y te diriges hacia la entrada del hotel. Te dices a ti mismo que no importa lo que piensen y digan de ti (todo merecido), si por lo menos puedes verlo. Decides no sentarte a la mesa, eso sería demasiado irrespetuoso con el hombre homenajeado, así que te pasas por la cocina y coges un mandil del personal de limpieza y entras al comedor donde los comensales comen y departen alrededor del gran hombre. Te metes debajo de la mesa a recoger las migas, le oyes hablar, escuchas las preguntas de los invitados. Tú aún no has podido verlo directamente. No te importa. Le oyes desde debajo de la mesa, le sacas brillo a sus zapatos con tu propia saliva. Estás a sus pies. ¿Qué más se puede pedir? Eres el hombre más afortunado del mundo en esos momentos. Ahora te alegras de que el orgullo no te haya impedido acudir a la cena. A los postres, el gran hombre estira las piernas y sin querer te da un puntapié en la cara. Emites un lamento sordo, pero suficiente para que el gran hombre se dé cuenta de que alguien anda por ahí abajo. Levanta el mantel y te ve. Lo miras aturdido, avergonzado. Te llama por tu nombre y te pregunta qué haces ahí. <<Te envié una invitación para que cenaras conmigo, no para que estuvieras bajo la mesa recogiendo las migas>>. No sabes qué decir, no es oportuno dar explicaciones que solo servirían para enredar aún más la situación. Guardas silencio. El gran hombre te tiende la mano y te ayuda a salir de tu miseria. Pide una silla y señala para que te sientes a su lado. Lo miras, solo puedes hacer eso. Te mueves mecánicamente y obedeces sus indicaciones. No puedes dejar de observarlo mientras pruebas el postre que te han puesto delante. Él habla y sonríe a todos. Tú estás a su lado. Y él es tan grande que te haces grande junto a él.


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